Notas / Primer paso de un viaje alrededor del mundo

Alejandro Cernuda, Alcorcón: 11/6/2024


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No había para mi hermano y yo un lugar tan interesante como la playa. El recuerdo de cada encuentro con el mar perdía nitidez en pocos días y se trocaba nuestra objetividad en algo delicioso y aventurero. No teníamos idea de que se llamaba Rancho Luna. Era cualquier playa, pues no habíamos aún desarrollado el sentido del gusto estético por los lugares ni contábamos con la capacidad para diferenciar.

Eran tan escasos esos viajes que cada uno podía contar como el primero. Cuando algún adulto anunciaba la posibilidad comenzaba entre nosotros un estado de excitación que nos hacía dormir temprano con la esperanza de burlar el tiempo. Recuerdo el meticuloso proceso de seleccionar nuestra ropa, la jovialidad de mi hermano mayor, quien compartía conmigo, sin palabras, la alegría de la próxima aventura.

Recuerdo igual, el rostro inexpresivo de mi padre, para quien el viaje engendraba la interrupción de su rutina, un tributo a la familia y un exceso de responsabilidad. La playa era un lugar exótico, lejano, para visitarlo necesitábamos eso lo sabíamos- la anuencia del clima y la voluntad propicia y siempre esquiva de nuestro padre.

Años después, tal vez la época en que mi hermano y yo estuvimos más compenetrados. Yo esperaba su regreso de la escuela para situarnos frente al mapa que colgaba de la pared de su habitación, con un itinerario marcado a lápiz: el recorrido de nuestro viaje futuro alrededor del mundo. La noción de juego, el juego con pelota y juguetes desapareció por un tiempo. Pasábamos la noche hablando de ciudades, medios de transporte, comidas extrañas, zapatos apropiados, verano, invierno y luz, mucha luz.

Coleccionábamos todo tipo de información sobre paisajes lejanos: fotos, artículos periodísticos, libros, etc. Todo lo que se podía saber entonces sin internet. Fue, por supuesto, una idea utópica que por otra parte conllevaba para nosotros una carga de seriedad y secreto, y al final aprendimos algo de geografía. Luego mi hermano se fue a estudiar lejos de Arriete - Ciego Montero y ya no hablábamos mucho de nuestro secreto. A veces sí, pero tuvo tantas variaciones entonces quería llevar también a su novia y yo no tenía- que ya no nos gustaba mucho la idea. Un par de veces los escuché hablando en secreto sobre el tema, una especie de traición, no sé, por aquellos años mi hermano tenía gran poder de persuasión.

Han pasado treinta años desde la última vez que nos situamos frente al mapa, aún recuerdo la línea gruesa que saltaba de ciudad en ciudad y los borrones para rectificarla cada vez que surgía en nosotros el conocimiento de un lugar intermedio. Fue una experiencia importante el habernos colocado a la espera de lo irrealizable y deseado, y con seriedad planificamos durante años un viaje que nos llevaría a todas partes sin llegar a tener conocimiento nunca de la existencia de un documento llamado pasaporte ni del espíritu burocrático que rige el universo.

Expediciones locales

Mi hermano preparó un buen número de expediciones locales, como entrenamiento previo a nuestro viaje alrededor del mundo. Ya dije que tenía un gran poder de persuasión. A veces nos íbamos río abajo, hasta que la distancia del pueblo hacía desaparecer a los pescadores y el Anaya se tornaba pantanoso y se ramificaba, dejando entre dos corrientes una especie de islas. Acampábamos por un tiempo y regresábamos luego de bañarnos. Estas expediciones siempre involucraban a cuatro o cinco chicos, a quienes nunca comunicamos nuestro secreto. Supongo que los demás tendrían otro interés distinto al entrenamiento o quizá sus propios planes.

Antes de llegar a esa parte del río está el balneario de aguas medicinales de Ciego Montero -donde transcurre gran parte de mi novela Enamorarse de Ana- y a unos cientos de metros una caseta marcaba el lugar hasta donde llegaba el área de paseo de esta institución del Ministerio de Salud Pública. Recuerdo que nos subimos en ella mientras los otros chicos descansaban, con el cuchillo removimos una de sus tejas y acordamos que, si algún día nos perdíamos, debajo de la teja, dejaríamos algún mensaje.

En otra ocasión nos subimos en lo alto del viejo molino de piedras. Había unos vagones de tren y desde allí saltamos a la escalera de hierro. Cuando ya estuvimos casi en la cima uno de los trabajadores nos vio y a gritos nos hizo bajar. Yo me escondí de este hombre por muchos años. Era tanta mi vergüenza que si lo veía en alguna calle del pueblo yo tomaba otro camino.

Las expediciones siguieron por un tiempo más, no nos detuvo siquiera la vez que sin darnos cuenta hicimos estancia en el campo minado de la cantera de piedras. La dinamita lista para explotar. Se podían ver los cables sobresalir de la tierra removida y la gente desde abajo nos hacían señas desesperadas para que abandonáramos el lugar. A nuestro inocente entender ellos sólo saludaban. El paisaje era tan hermoso, con la vista al inmenso cañón, hecho por años de explotación y que ahora irremediablemente se ha convertido en un pequeño lago. Era nuestro propio Cañón de Colorado, sabiendo que una entidad semejante ya estaba marcada en el mapa de nuestro viaje alrededor del mundo.

Aquel día entramos en el pueblo bajo la vista de todos. La policía había estado buscándonos por horas y hubo buenos rapapolvos para alguno de nuestros compañeros de expedición. Pero no cejamos. Pasaron algunos años y cuando la escuela secundaria se fue por cuarenta y cinco días al campo -como dicta nuestra estrategia educacional-, en las montañas del Escambray, nosotros plantamos una tienda de campaña en una de las elevaciones próximas al campamento y desde allí bajábamos cada noche, con tal de relacionarnos con las chicas, que en ese momento nos vieron como héroes. Seguía siendo parte de aquel secreto entrenamiento. En esos días pareció estar a la vuelta de la esquina nuestro regreso del viaje alrededor del mundo.

1980-1990Ver libros de A. Cernuda