Notas / Confesiones de Rousseau

Alejandro Cernuda, Alcorcón: 14/6/2024


Confesiones de Rousseau
La imagen de cabecera pertenece a la edición de las Confesiones de 1840. Ilustra la casa donde vivió Rousseau en la isla de San Pedro, lago Berna. Suiza.

Más de dos siglos y medio después de haber sido escrita sentimos cierto prurito al leer esta biografía, es que su obra, la obra disruptiva de Rousseau, si bien fue un éxito en vida del escritor, ha fracasado, al menos en el sentido esperado por él. Algo nada extraño si nos atenemos a pensar en los altos vuelos que siempre tuvieron sus textos. Digámoslo así. Escribió el Contrato Social y años después de su muerte fue un grano de arena en la Revolución Francesa, participó en la redacción de la Enciclopedia. Su Emilio fue una de las primeras obras sobre la educación y pese a lo disruptivo de su método -fue expulsado de dos países debido a esta publicación-, es un libro harto de sinceridad y, de nuevo, una visión global del ser humano en y más allá del mundo. Al parecer escribió mucha música -también inventó un método para escribirla- y algunas obras tuvieron su mérito pasajero. Su Nueva Eloisa parece lo que es, la novela de un hombre que no nació para escribirlas. Hemos hablado de ella en este artículo y pronto le dedicaré una nota. 

Sus confesiones, sin embargo, es la obra suprema que se ha escrito jamás sobre un tema donde no habrá otro especialista como él: Juan Jacobo Rousseau. Su masoquismo temprano, su cleptomanía, su mente libidinosa y un poco pajillero, si no lo malentendí. Su relación seudoincestuosa con la señora de Warens, a quien llamaba mamá. Fue victima de una seducción homosexual, mientras viviá en un seminario de Turín y que en los tiempos actuales rozaría la violación. Antes, sus años de infancia en Ginebra y las interminables lecturas junto a su padre. Un hermano casi espectral, del que no sabemos mucho, ni tampoco de su madre, muerta cuando él tan sólo contaba con diez días de nacido; su juventud en Turín, donde abandonó la fe protestante en pos del catolicismo. Sus viajes por Europa: Lyon, Montpellier, Venecia, donde conoció la intimidad de un par de cortesanas. 

Sobre la segunda parte

Aunque tímido por naturaleza, o tal vez a causa de eso, Juan Jacobo es un gran enamorado de las mujeres. Creo que como yo y como otros, nunca tuvo bastante de eso. En sus páginas se pueden leer frases como ésta: …cuyo semblante estaba, sin embargo, dotado de ese aire de dulzura propio de las rubias, al cual mi corazón nunca ha podido resistir. La señora de Warens, Teresa -aunque él no lo admita-, la condesa que amó mientras vivía en Ermitage, esos fueron sus grandes amores. 

A los 33 años se va a vivir a París, donde se inserta con éxito en la vida cultural, una de las más bullentes de todos los tiempos, con monstruos a la altura de Voltaire, D’Alemberg y Diderot… Cada uno de ellos fue amigo en su momento y todos terminaron siendo sus enemigos. De París para a Ermitage, luego a Montmorency, siempre huyendo de algo va Rousseau de un sitio a otro, unas veces parece que escapa a sus propios fantasmas y otros, sin duda, de la policía. Montmorency, si no uno de los sitios donde fue más feliz, es, al parecer el lugar donde concibió obras como El Contrato Social, Julia y su Emilio. Obra esta última que lo obligó a regresar a Suiza. Vuelto a su país natal y a la fe protestante, vestido con un estrambótico traje armenio y dispuesto a no volver a escribir, se ve incomprendido por el pueblo, quien le apedrea de vez en cuando en la calle y una sola vez, pero de manera rotunda en su casa.

Se va a vivir a San Pedro, una isla que por aquella época existía en el lago Berna y que hoy forma parte de una península. Escribe algo sobre las plantas y se pasea con su Teresa y un par de mujeres más, una vida disipada hasta que una carta expedida por el gobierno de Berna lo obliga a abandonar la isla. Juan Jacobo apela y la respuesta no es menos amarga. Se le exige abandonar Berna en menos de veinticuatro horas. 

Éste es más o menos el resumen de la segunda parte. Los años y la vida en París lo cambian todo. Cuando se ha vivido con demasiada esperanza ese salto cualitativo hacia la fama y el prestigio y uno se ha movido en una danza entre la mediocridad y el genio repentino, el discurrir de las horas se vuelve corrosivo. Algo de eso supongo que le pasó a Rousseau, cada vez con más frecuencia, a partir de que “Mamá” -léase madame de Warens- casi lo obligó a separarse de ella. 

La partida, a causa del nuevo amante de madame de Warens, marcó el fin de una etapa. Nuestro escritor lo comprende bien y más o menos en este punto de su biografía, suspende el trabajo por un par de años y luego, al retomarlo, algo ha cambiado. Su pluma se mueve firme, con un sólo objetivo, ya no es el Rousseau de antes, es un hombre con la premura de justificar, de excusar, de alguna manera, en algo o alguien ajeno, no haber llegado a donde esperaba.

Cuánto tiene que sufrir una persona. ¿Cuánta carga de desdeño y desasosiego se necesita para escribir una biografía tan descarnada y tan limpia a la vez?

Fundada o no, ya no lo podemos saber, parece que la paranoia es lo que más define al Rousseau de los últimos años. No se percató de su grandeza ni de la importancia que iba a tener para generaciones futuras. Es difícil saberlo. Nos encontramos a un Juan Jacobo cada vez más aislado en su mundillo. Desprecia a todos y esa misma paranoia lo hunde en un abismo de fantasmagóricas opiniones sobre aquellos que lo rodean. ¿Es que no había psicólogos? Creo que, a consecuencia de abandonar París, se sintió más abocado a sufrir esa pesadilla donde todos, Diderot, Condillac, Grimm, la madre de su amante Teresa y hasta su jardinero, todos conspiran contra él. 

Pese al mar de remordimientos y de culpas ajenas a donde quiere arrastrarnos, esta biografía de Rousseau mantiene su valor testimonial de una época pre revolucionaria. Su pluma, aunque nunca brilló en un género particular -cosa que nada tiene que ver con el éxito que tuvo en su momento-, nos muestra, tal vez por su arte excusatorio, una de las mejores piezas que escribió y un libro de gran sentido humano. Un humanismo de barrio escrito de una manera tal vez inmejorable, porque Rousseau no perdona a nadie. Parece incluso no perdonarse a sí mismo; aunque sólo al vuelo se menciona y no por él, si no que en un libelo de Voltaire al que hace mención, el abandono sistemático en hospicios de los cinco hijos que tuvo con Teresa. 

Las Confesiones no llegan a su época en Inglaterra, donde fue a vivir después de Suiza, invitado por Hume. Allí no tendrá mejor suerte, ni Hume tampoco, con quien terminará enemistando. Juan Jacobo escribe un libro que no podrá publicar en vida. En sus últimos años, compelido por la desesperanza y la necesidad y la vanidad, tal vez, ofrece como adelanto para sus contemporáneos, algunas breves lecturas de sus Confesiones. Esto provoca un pequeño terremoto entre los aludidos y se le prohíbe continuar esta sabrosa labor.

Una nota curiosa. En sus confesiones se puede leer esta frase: Me acordé entonces de lo que contestó una princesa a quien dijeron que los labradores no tenían pan, y ella dijo: «Que coman tortas» Muchas veces se ha asociado esa frase a Maria Antonieta, con un sentido despectivo hacia el pueblo. Bueno, si lo dijo no se la inventó, pues cuando Rousseau escribió esta biografía, la futura reina de Francia aún era una niña.

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