Vámonos con La Betty

Alejandro Cernuda, Alcorcón: 22/6/2025

Vámonos con La Betty

Prefería InDrive para moverme por el centro de Ciudad de México. Pillé un coche cerca del Museo Nacional de Bellas Artes. Beatriz, la conductora no demoró en llegar a la calle Tacuba, cerca del café del mismo nombre donde antes estuve mirando con desinterés el menú y escondiéndome de quienes «y no digo que no me hace falta» me proponen una revisión inmediata y exacta para hacerme lentes en menos de una hora, lo que parece ser, junto con los baños públicos, el negocio de moda en el Centro Histórico.

— La elegí porque se llama igual que mi hermana —coqueteé.

— Pero a mí me dicen Betty —dijo—. La Betty —aclaró—. Me va a perdonar que el coche huela un poco a cigarro. Acabo de recoger un chino que no paraba de fumar.

— ¿Y no se lo dijo?

— Sí, pero ¿qué cree usted? No más siguió haciéndolo.

— A lo mejor no la entendió.

— Los chinos son mal educados y no dan propina —. Yo pillé la indirecta y no dije nada.

— Apenas hablan —susurró.

El Dodge rojo de La Betty tiró por la avenida Hidalgo, al costado de la alameda central, mientras sorteaba con elegancia los últimos atascos producidos por la huelga de turno.

— ¿Qué huelga es? —pregunté.

— Nadie lo sabe —me dijo con cierto misterio, a la par que torcía la vista para mirar el grupo de gente que se alejaba en dirección al monumento a Benito Juárez—. No —concluyó— Y ya nadie lo va a saber. A no ser que uno esté en ello.

— Hay que tener valor para ser tan joven y conducir por la ciudad —continué coqueteando.

El Dodge ronroneó en el semáforo. La Betty guardó silencio hasta entrar en el Paseo de la Reforma.

— La necesidad —me dijo—. Soy viuda y tengo tres hijos.

— Pero… Sigue siendo muy joven —contesté con impiedad…

— Trato de cuidarme, pero tengo cuarenta años.

— Pues no lo parece y, sin faltarle al respeto, es usted muy bella.

— Gracias —dijo La Betty y me miró por el retrovisor.

— ¿Y qué tiempo lleva trabajando en plataformas?

— ¿En InDrive? También tengo Uber y Didi… —se quedó pensativa—. Llevo apenas un año. Desde la muerte de mi marido.

— Siento que la situación la haya obligado a esto. Es un trabajo duro.

— El trabajo no es malo.

— Pero hay barrios peligrosos.

— Sí, como donde yo vivo, en el Estado de México.

— Me han dicho que es peligroso, sí.

— Un vecino me alquila el coche. De godín no me da tiempo a preparar a los niños para la escuela. Y llevar a la chiquita con su abuela. Yo estaba embarazada cuando mataron a mi marido.

— ¿Lo mataron?

La Betty no respondió. Un patrullero estaba con las luces encendidas, aparcado cerca de la fuente de la República.

— ¿De dónde es usted, güero?

— Vengo de España.

— ¿Es bonito allá?

— Sí.

— ¿Y qué comen?

— Pues más o menos lo mismo, pero con menos picante.

— ¿Y le gusta México? —La Betty no me dejó responder— A los gringos les gusta mucho. Pero yo quiero irme.

— ¿A los Estados Unidos?

— Así es, joven. Cuando la niña esté más grande.

— Pero eso es peligroso, ¿No?

— Tengo un primo en Tijuana que me cruza por noventa mil, pero mi familia no quiere. Para las mujeres es peligroso y tengo una señorita de quince años…

— Y usted también es joven —volví a coquetear.

— Gracias —La Betty sonrió.

— Mi marido era chofer y yo no trabajaba.

— ¿Chofer de plataforma?

— Era chofer de un chino. Por eso le digo que son tacaños. Cuando mataron a mi marido no más le dieron el pésame a mi suegra, pero ninguna ayuda.

— Pero los chinos pagan muy poco.

— Mi marido trabajaba de Uber en los tiempos libres.

Tuvimos suerte con los semáforos del Paseo y el Dodge rojo volvió a ronronear a la entrada de Insurgentes.

— Nosotros tuvimos una pandemia acá —me dijo— Se llamaba el coronavirus y mató a mucha gente. No sé si lo dijeron en las noticias de España.

— Sí, algo escuché —dije.

— Pues mi marido estuvo grave…

— ¿Noventa mil pesos le cobra su primo por cruzarla? Es mucho dinero ¿no?

— Es que hay que darle a mucha gente pa refrescos.

— Pues bien podría haberla ayudado el chino. El de su marido digo, no el que fumaba.

La Betty me volvió a mirar por el retrovisor y sonrió. El semáforo cambió a verde y un coche sonó el claxon justo a mi derecha. La Betty torció a la izquierda por Insurgentes.

— ¿Y nunca le ha pasado nada malo conduciendo?

— Gracias a Dios no.

— Algo peor que un chino fumando —dije y La Betty sonrió—. O un chino tacaño.

Esta vez la Betty rio de veras y torció un poco el rostro para mirarme. Nos miramos como si ya fuera imposible no conocernos de toda la vida. Luego ella miró al frente y pareció absorta en el tráfico.

— Espero que algún día pueda cruzar sin problemas y que le vaya mejor allá. Si es lo que quiere.

— Gracias —dijo cerca de la glorieta de Insurgentes. Luego volvió a estar callada por unos segundos—. A veces me cuesta mirar atrás.

— ¿Al pasado?

— A donde está usted sentado.

— Son muchas horas conduciendo. Supongo que es normal.

— Me dijeron que desde ese asiento le dispararon a mi marido.

— ¿Lo asaltaron?

— No más para robarle el coche. Era lo único que teníamos.

— Lo siento mucho. ¿Se resistió?

— Yo digo que sí. Porque mi marido era así como de mal genio. Pero ya nadie lo sabe.

— Igual que la huelga. Ya nadie lo va a saber.

— Y luego el chino que se portó muy mal con nosotros. Ni para flores teníamos.

No hablamos más. La Betty aparcó con elegancia en el carril del Metrobús, frente a mi hotel. Le di cincuenta pesos de propina —Cómprele algo a la niña—. Ella me agradeció con su bella sonrisa y la vi doblar por la calle Popocatépetl. En el último momento me regaló otra sonrisa, aunque no era para mí, o tal vez fue el acto de verla poner un cigarrillo entre sus labios cuando pensaba que yo no la veía. Hice lo mismo. Se me antojó que Beatriz era el nombre de aquella a quien Dante fue a buscar al infierno y que probablemente también le decía Betty, cuando no estaba escribiendo, claro.

Miré el tráfico en la avenida Yucatán y los muchos coches que aún no entendían el significado de esas extrañas líneas blancas en la carretera, que en mi país las llaman pasos de cebra. Le dije adiós a la Betty sin que ya pudiera verme y en ese momento sospeché por primera vez que los chinos no existen o que los pasos de cebras son parte de la decoración, de lo que se espera de estético en una avenida que se respete.

 

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