Notas / Teoría de la clase ociosa
Alejandro Cernuda, Alcorcón: 6/7/2024
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Del libro, lleno de urgencias por lo productivo, deriva un intento de explicación de lo que el autor denomina la clase ociosa sin que en un momento quede claro a qué se refiere con este término pues las características que debe cumplir dicha clase son tan específicas y tan selectivas que es muy poco probable que se encaje un grupo considerable de la población en ese marco. De acuerdo con el autor esta clase determina el sentido estético de los temas seres humanos y a su vez vive presa de una incansable búsqueda de la individualidad mediante el derroche y la ociosidad.
No es un programa de lucha. La misma definición de la clase ociosa tiene tantas excepciones en su época y esas excepciones han crecido con el paso del tiempo hasta el punto de que hacen inaplicables los conceptos, causas y, no digo efectos, porque de eso no se habla en el texto.
Thorstein Veblen, que era un mal miembro de ese grupo de personas que intenta definir, al menos de una manera vicaria, hurde una teoría que va de menos a más en su complicado propósito de sistematizar por la genética y la evolución una clase donde no hay manera de enmarcar a los propios campeones de su época, como Rockefeller o a Andrew Carnegie, a quienes se puede acusar de casi todo menos de ociosos. En su orgiástica explicación se le escabullen, claro, todas las mujeres meritorias de su época. En tanto las mujeres no parecen ser de este planeta, se le escapa una Sara Guppy, una Amelia Blumer. Porque de acuerdo con su teoría las mujeres no hacen esas cosas de inventar o trascender por cuenta propia.
La Teoría es un ejercicio de la inteligencia que independientemente a sus certezas nos deja la impresión de que en éste y otros textos sociológicos es como si no tuviéramos la suficiente experiencia aún para juzgar al ser humano o en su defecto la sagacidad necesaria. No importa si apelamos a Carlos Marx o a Thorstein Veblen, la mayoría de los explicadores se aventuran en afirmaciones que el tiempo, por ironía o desidia, se encarga de echar por tierra. Falta un elemento, un hervor, un paso más, sospechamos, que nos permita explicar las semejanzas entre Napoleón y Nelson Mandela.
Existe una clase dominante capaz de prescribir el sentido estético de las personas es una idea aberrante y con sabor a teoría conspirativa. El mismo autor reconoce la debilidad de su hipótesis al intentar explicar la volubilidad de la moda. Cualquiera puede darse cuenta que si ahora a los jóvenes les gusta llevar el pantalón a mitad del culo o ponerse un piercing en el ombligo o tatuarse al Che Guevara en sus vergüenzas, eso no depende de un criterio forjado por ninguna élite sino a un gusto por la rebeldía por demás natural de las nuevas generaciones. Lo que no quita la verdad de que hay ciertos estilos y corrientes que son impuestos por el marketing. Pero el marketing por lo general no crea nada, descubre y explota.
De su capítulo dedicado a la educación superior como expresión del sentimiento ocioso de esa misteriosa clase, si bien creo que en épocas modernas hemos sobrestimado la Universidad hasta el punto de no dejar otras alternativas a la legitimación del conocimiento, nuestro autor -observador en primera línea debido a su trabajo como profesor en varios de estos templos- se pasa tres pueblos en ver en estos centros la meca del sacerdocio de la clase ociosa.
Lejos de imitar en esta nota el ejercicio de inteligencia de Thorstein Veblen, descendiente de la clase ociosa de los vikingos, termino con alguno de sus momentos menos felices.
El césped tiene indiscutiblemente un elemento de belleza sensual en cuanto objeto de apercepción y como tal agrada sin duda, de modo muy directo, a los ojos de casi todas las razas y clases, pero es, acaso, más indiscutiblemente bello a los ojos de los dólico-rubios que a los de la mayor parte de las demás variedades de hombres. El hecho de que ese elemento étnico tenga un mayor aprecio que los demás elementos de la población por una franja de césped, coincide con otras características del temperamento dólico-rubio que indican que ese elemento racial fue antaño, durante largo tiempo, un pueblo pastor que habitaba una región de clima húmedo. El césped tupido es bello a los ojos de un pueblo cuya tendencia heredada lo inclina fácilmente a encontrar placer en la contemplación de un prado bien cuidado.
Para mostrar cuán fortuitas pueden ser a veces las circunstancias que decidan qué sea lo decoroso y conveniente bajo el canon pecuniario de belleza y qué lo reprobable, hay que notar que esa silla inglesa y el paso peculiarmente penoso que ha hecho necesario una silla incómoda son una supervivencia de la época en que las carreteras inglesas eran tan malas y tan llenas de cieno y barro, que resultaban virtualmente intransitables para un caballo que anduviese con un paso más cómodo; de tal modo que una persona que tenga en lo que se refiere a la equitación los gustos considerados hoy como decorosos, cabalga un caballo gordo, de cola recortada, en postura incómoda y con un paso penoso, porque los caminos ingleses eran durante gran parte del siglo XVIII intransitables para un caballo que anduviese con un paso más natural o para un animal hecho para moverse con facilidad en el suelo firme y abierto donde el caballo es indígena.
Podría decirse en términos generales que, en lo fundamental, la feminidad de los vestidos de la mujer se resuelve en la eficacia de los obstáculos a cualquier esfuerzo útil que presentan los ornamentos peculiares de las damas. Esa diferencia entre el vestido masculino y el femenino no se señala aquí sólo como un rasgo característico. Su base se estudiará a continuación.
En los últimos años se ha recrudecido ligeramente el uso del afeitado en la buena sociedad, pero se trata probablemente de una transitoria e inconsciente imitación de la moda impuesta a las ayudas de cámara y se puede esperar que siga el camino de la peluca empolvada de nuestros abuelos.