Notas / El papel de hombre

Alejandro Cernuda, Alcorcón: 4/9/2024


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El papel de hombre

Estaba en Cienfuegos, Conduje Prado abajo hasta el ZK. Necesitaba una cerveza en el pequeño espacio que sólo podía ofrecerme aquel bar. Allí nadie va, porque no ponen reggaetón. Había un grupo jóvenes. Era el cumpleaños de alguien y dos chicas bailaban solas. Una de ellas, la mulata, parecía salida de una imaginación más limpia que la mía, una imaginación como la de Botticelli, que la hacía, en ocasiones, flotar en una concha mientras bailaba. Me pedí una cerveza y me largué al segundo salón, donde estaba más oscuro y nadie podía verme. Los jóvenes parecían ser amigos de las chicas, de todos. La amistad era colectiva, una de esas fraternidades propia de la ausencia prematura de rencores. Se compartían los tragos y de vez en cuando alguno se aventuraba a bailar con las dos chicas. Detrás estábamos sólo una señora y yo. Recuerdo que me comentó algo sobre la buena conexión que había aquella noche y recuerdo también haberle brindado una cerveza. A la camarera también. Yo acechaba con persistencia, pero la mulata que bailaba con la otra chica pareció en todo momento inaccesible. Flotaba, como suelen hacer, sin dar motivos para acusarla de estar en este mundo. No es mi estilo abordar a la gente con una sola cerveza. Así que continué bebiendo. Todo fue inútil, no llegaba el valor. No me quedó más remedio que llamar a la camarera y ofrecerle una buena propina para que, con discreción, me consiguiera el número de la mulata. Por casualidad la conocía y en unos minutos volvió con un papel donde aparecía el número y el nombre. Ángela, ¿cuál otro podría ser? ¿María? No. ¿Juana? Tampoco. Me fui con mi botín esperando tener más suerte en el futuro.

Esa tarde ya estaba en La Habana. Conduje por el tramo de carretera donde las putas se mezclan con los autoestopistas en esa suerte de espera con motivos distintos, pero igual de melancólica y displicente. El tramo está antes de entrar a la autopista nacional. Era la hora de la traición. El sol caía con esa luz amarilla, como mierda en la tarde. Mal momento para conducir solo aquella arteria de baches y asaltantes galácticos. Era una de esas horas próximas al anochecer donde una avería puede condenarte. Aminoré la marcha hasta quedar un poco más allá de una prieta de casi dos metros. Imposible no verla. Ella no se tomó la molestia de acercarse a mi ventanilla, se acomodó en asiento del copiloto. Tenía esa forma típica de sentarse, propia de las mujeres de culo poderoso. Hasta ese momento no sabía si era puta o autoestopista o ambas cosas. Me daba igual. No podía dejar de mirarle las piernas, las tetas, las manos, todo menos los ojos. Había tal abundancia de mujer que mis debilidades quedaron expuestas. Ella sí me miraba con una obstinación poco frecuente en los autoestopistas. Me miraba y sonreía. Dos mil por una mamada, dijo. Es lo único que hago.

No se si sus palabras denotaban una alta especialización o la pobreza, el monocultivo propio de las sociedades feudales. Conduje hasta encontrar la primera salida. Entré marcha atrás en un callejón por si tenía que salir a la escapada. Me bajé los pantalones hasta la rodilla. Ella se inclinó. Su poderoso culo quedó al alcance de mi mano y no lo dudé. Extendí la mano y comencé a sobarle las nalgas. La negra no mostró prisa, pero yo no sospeché nada. Me acarició las piernas y su pelo tapaba la escena donde su lengua me acariciaba con suavidad, una suavidad también sospechosa. Quise acariciarla entre las piernas y ella retiró mi mano. Se incorporó. No estaba molesta, al contrario, sonreía igual que siempre, como si su cara fuera una máscara o parte de la especialización o el monocultivo, qué sé yo. Sólo mamada, dijo, pero si quieres me toco yo. Asentí con lentitud, con los ojos entrecerrados, como un príncipe que acepta el baile de una odalisca exótica. La negra de desabrochó los pantalones, volvió a inclinarse sobre mí y su mano derecha desapareció entre sus entrepiernas levemente separadas. La saliva comenzó a ser abundante entre mis piernas. Tuve esa sensación rara y a la vez placentera de sentir aquella humedad que me mojaba entre las pelotas y el culo. De vez en cuando ella dejaba de tocarse y con su mano, húmeda también, me acariciaba las piernas. En esos momentos el olor de su sexo se apoderaba del ambiente, superaba incluso el del aromatizante de incienso que mi mujer me había regalado. Un ambientador de interiores que, en verdad, nunca había soportado. Cada vez que la negra sentía que me iba a correr me apretaba la verga y murmuraba, todavía no. Todavía no, todavía no. Lo que Poe debió haber puesto en el pico de un cuervo. Y yo no sospechaba nada.

Nunca sospeché, tuve la certeza, la visión. No, nada de eso, Franklin me gritó desde su foto en el billete de cien dólares justo en el momento que la negra y previamente enrollado, lo introducía en su sexo. La agarré por el pelo y la separé de mí. Ya no sonreía. No tuve que forcejear ni nada de eso. Me tiró a la cara el billete impregnado de su olor, abrió la puerta y trató de huir. Detente, puta, le grité. Ladrona. Tampoco tenía mucho sentido perseguirla, así que cerré la puerta y aceleré. Poco después me di cuenta de que la negra había olvidado los zapatos. Frené. Cogí aquellas chancletas viejas y rotas y salí del coche. La negra me observaba desde unos cincuenta metros. No sé si sonreía o no. Ahora vas a aprender, ladrona, le grité antes de lanzar un zapato a la izquierda y otro a la derecha. Sabía que el abundante matorral iba a hacer imposible su recuperación. Vete descalza, puta, grité. La negra no se movió del medio de la carretera. No sé si sonreía o no. Volví a acelerar y mi única preocupación era adelantarme a la noche, a la posible avería. Diez kilómetros después me apiadé de Franklin, lo desenrollé y me dispuse a devolverlo a su lugar en mi cartera, junto con Grant, pero Grant no estaba. La negra se lo había guardado en su inmensa vagina billetera, donde me imagino habían estado ya otros presidentes del mundo, o esas ventanas insulsas que los europeos suelen poner en sus billetes. La pérdida de aquellos cincuenta dólares fue la patada final de un partido difícil. No pude hacer otra cosa que masturbarme mientras conducía, claro que saqué el billete de cien dólares para olerlo, pues, como ya se dijo, no soporto el ambientador de interiores que mi mujer me regaló. Me masturbé de rabia, a veces conmigo mismo, de lástima, de impotencia, si es que eso es posible. Reconocí al fin que la negra era una especialista, aunque sin nada de monocultivo.

El futuro no existió más hasta el mediodía siguiente. Olvidé el papel hasta que no lo olvidé más y me levanté de la cama con la esperanza en su punto más álgido. Guardé el contacto de Ángela y le envié un mensaje. La respuesta fue inmediata. Estaba al tanto de mis intenciones, aunque le sorprendía un poco que me hubiera fijado en ella… Qué falsa modestia, pensé. La invité a almorzar y quedamos en vernos en el restaurante París. Ella iba a llegar tarde, claro, porque el retraso es propio de las mujeres bellas, así que me senté en una mesa y pedí una cerveza, no sin antes dejar claro que esperaba compañía. Aproveché la soledad entre clientes satisfechos y camareras agitadas para poner en claro mi mente y repetirme que era un gran tipo. No pensé en Grant ni en la negra de la autopista. Grant era un gran tipo y yo también. No sospeché nada. Hasta que se sentó a mi lado la señora de la conexión rápida, a la que le había invitado a una cerveza en el ZK y por eso la camarera pensó que era a ella a quien yo quería y no a la que bailaba como salida de la imaginación de Dios. En ese momento sí recordé la sonrisa de la negra de la autopista. Aún debe estar sonriendo, comprendí que, a tipos como yo, adictos al ridículo, no nos queda otra que decir. Almuerce conmigo, señora. La he invitado porque parece una dama experimentada y quiero consultarle sobre la calidad del aromatizante para interiores que un buen día me regaló mi mujer.

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