Alejandro Cernuda, Colindres: 8/10/2013
No importa por qué estábamos en Colindres. Civi y yo, sentados en una mesa de la hospedería El Puerto, para que quien narra pruebe las anchoas del lugar. Más allá la ría ya oscura, las últimas barcas entre el pantano y la gente por el paseo, con sus perros y sus novias. Un aire salado viene de la puerta, se calienta en los carbones al rojo del asador. Colindres tiene eso de sitio tranquilo, de pueblo de pescadores que ya no existe más en otros lugares.
Nos sirven el pescado. La encargada y Civi me ponen en la disyuntiva de decir: Me gusta el machote, que es el nombre del pescado. Es una broma para heterosexuales. Lo pruebo y ya me mancho la camisa. Todos los hombres son iguales, dice una vieja con aspecto de auxiliar de limpieza.
— ¿Le gustas al machote? —bromea Civi y yo pruebo un poco más.
— Es pargo —le digo.
El teléfono suena. La vieja de limpieza viene con un detergente especial para limpiarme la camisa. No se lo permitimos.
—Todos los hombres se manchan, todos son iguales —dice con aspecto de conserje experimentada, de señora de hogar—. No hay manera, hija —le dice a Civi al ver que me niego, y mueve la cabeza.
Civi atiende el teléfono, yo el pescado. Casper conversa rápido. Tras el móvil su español-cubano se parece más a mi idioma que el hablado, casi perfecto, antiguo, suave, de los habitantes de esta zona. La vieja desaparece, luego la veo cerca de la caja. Conversa con la encargada, con Diana y toda esa tropa de chicas colombianas con las que desde ayer converso sobre telenovelas. Ellas las han visto todas, mientras yo sólo he espiado a mi madre en ese momento que Casper llama el exacto para una invasión a Cuba porque casi todo el mundo no encuentra otra cosa —no hay— que hacer. Hombres y mujeres ven la telenovela, ¿a qué negarlo?
Casper pregunta por mi madre, por Libertad. Le confieso que está preocupada por mí. ¿Por qué? Pues me he marchado de los Países Bajos y solo allá ella conoce personalmente a mis amigos. Es una preocupación lógica de madre, nada más. Termina la llamada y Civi busca en internet. Se acaba el vino blanco, la tarta de tres quesos, el café solo. Luego hay que acercarse al asador para pagar la cuenta. El carbón revienta en pequeños alardes con cada gota de grasa. El asador es atendido por un negro de movimientos rápidos.
El restaurante del hotel reboza de frecuentes consumidores, se conocen, como es típico en todos los pueblos, y las charlas saltan de mesa en mesa. La señora se acerca de nuevo. Está empecinada en lavar la mancha de mi camisa.
— Es mi madre —me dice la encargada.
— Tú hablas extraño, niño, me comenta la vieja —Al saber mi nacionalidad, en secreto a Civi—. Cuídate de los cubanos.
— ¿Por qué? —pregunta Civi.
— Más se perdió en la guerra de Cuba. Mi abuelo estuvo en la Guerra de Independencia de la isla —me dice—. Allá por los tiempos de Valeriano Weyler. Y cada vez que teníamos un problema me repetía lo mismo. Más se perdió en la guerra de Cuba —A la vieja se le van los ojos al techo, mueve sus manos—. La gente no sabe qué es una crisis. Siempre la misma frase, y yo: Papá, pero qué perdimos. La isla, hija, quieres más que eso: la isla de Cuba.
— Él es escritor —dice la encargada a su madre. La vieja me mira con los ojos de admiración que ya nadie ha usado contra mí en mucho tiempo. Ni siquiera el espejo.
— ¿Cómo se llama usted, señora?
— No me lo vas a creer —me dice. Yo miro a la encargada, quien sonríe, como orgullosa del nombre de su madre—. No me lo vas a creer —repite, para llamar mi atención, en el momento en que yo comienzo a sospechar—. Me llamo Libertad. ¡Me cachis! Pero no vayas a pensar que fue por la Guerra Civil ni nada de eso. Es que mi padre fue a Nueva York y se enamoró de la Estatua.
Señora, usted se llama igual que mi madre —y es ella quien no me cree entonces. —Libertad Echevarría, acentúa, y mi hermana se llama América. Pues mire, mi tía se llama Patria.
La vieja me mira en silencio, la encargada deja de atender la caja. Se necesita pues un documento probatorio de esta feliz coincidencia. Busco en mi billetera, pero en ninguna parte consta el nombre de mi madre. La vieja me abraza, me cree. —Dame un beso, me dice—. Olvida el tiempo de este apretón la advertencia de cuidarse de los cubanos.