Notas / En la penumbra del templo
Alejandro Cernuda, Madrid: 16/9/2023
Compartir esta nota Tweet
En la penumbra del templo y a unos meses del festival llamado Toxcatl, mientras las antorchas arrojaban parpadeantes sombras, la esposa del jefe de la guardia tejía un plan audaz. Observaba al esclavo designado para personificar al ídolo en el sacrificio anual y reconocía en sus ojos una mezcla de temor y resignación. Sabía que él deseaba escapar de su destino cruel, igual que ella ansiaba liberarse de su esposo, el jefe de la guardia, un hombre cuya presencia le había causado más tormento que consuelo.
Con miradas furtivas y palabras susurradas, la esposa y el esclavo trazaron un acuerdo secreto. Ella, hábil en los pasillos y rincones del templo, proporcionaría las llaves que abrirían una ruta de escape.
Era conocido que, si el esclavo escapaba, su esposo estaba obligado a tomar su lugar en el ritual de sacrificio al dios Tezcatlipoca, «dios de dioses». La discreta señora imaginó con satisfacción cómo su esposo se vería forzado a enfrentar la cruel tradición que había custodiado, y cómo su propio sacrificio cerraría el ciclo anual.
La noche de la fuga llegó finalmente, y la esposa entregó las llaves al esclavo. Con corazones acelerados, se despidieron con una mirada llena de complicidad. Mientras el esclavo se deslizaba silenciosamente fuera del templo, llevando consigo a su destino incierto, el esposo dormía profundamente, ajeno a la traición que se gestaba a su alrededor.
La ciudad despertó con la noticia de la fuga. El jefe de la guardia, antes imponente y temido, ahora se encontraba en el centro del escrutinio y la condena. Los días pasaron lentos para el jefe de la guardia, quien, en los momentos de lucidez que le dejó el miedo a la muerte y la degustación de los lujos a que era sometido, tuvo tiempo de repasar su vida pasada y los errores que había cometido para con su mujer y con todos aquellos que había tratado con desprecio. Terminó añorando la vida que ya casi no tenía y a su esposa.
Veinte días antes de su muerte los sacerdotes cambiaron la vestimenta del reo y le entregaron como novias cuatro damiselas delicadamente educadas y llevando el nombre de cuatro diosas —la diosa de las flores, la diosa del maíz tierno, la diosa "nuestra madre de las aguas" y la diosa de la sal— Lo obligaron a desposarse con ellas, así lo marcaba la tradición.
El esclavo, que se había escondido en algún tugurio de Tenochtitlan, al comprender que se había perdido lo mejor del cautiverio, sintió que un arrepentimiento profundo invadió su ser. Calculó que más valían unas pocas jornadas de disipada tentación que toda una vida de escapismos y decidió abandonar su fuga y entregarse voluntariamente a las autoridades del templo.
El antiguo jefe de la guardia, en quien, luego de tantas noches de reflexión y cautiverio, se había encendido una pasión inquebrantable por su esposa se odiaba a sí mismo por haber sido tan cruel en otros tiempos. Así que todo pareció resolverse de la mejor manera, el esclavo parecía feliz y hasta devoto, consagrado a sus cuatro esposas, el jefe de la guardia se mostraba profundamente arrepentido de su crueldad marital y su esposa se aliviaba la conciencia al verlo regresar salvo a casa.
Los sacerdotes, contentos de tener un esclavo que sacrificar -mejor que un militar emparentado con la nobleza, no encontraron otra solución de destituir al jefe de la guardia, perdonar a su esposa y enviarlos a casa como si nada hubiera pasado… Error, dos días después el esclavo, a quien no se había requisado la llave del templo, se fugó con la diosa de la sal y hasta el sol de hoy nada se sabe de ambos.
La noticia de la controversia y las acciones audaces de aquellos vinculados a las diosas se propagaron por Tenochtitlan. Los más perspicaces entre los jóvenes aztecas se hermanaron en una apuesta arriesgada y, bajo la promesa de gozar algunas horas del placer de aquellas cuatro esposas -los sacerdotes habían sustituido a la diosa de la sal- se presentaron en el templo para ofrecerse como voluntarios para el sacrificio. Un flujo interminable de devotos se presentaba ante las autoridades, deseosos de entregar sus vidas en el nombre de Tezcatlipoca.
La situación se volvió caótica e impredecible. Los favores de las falsas diosas eran cotizados por los jóvenes que entraban en la jaula con rigurosa alternancia, en apariencias dispuestos a morir a cambio de un poco de placer.
Los susurros del pueblo se llenaron de incertidumbre mientras la tradición, que una vez pareció inmutable, cedía ante el fervor y el deseo desenfrenado. Era imposible determinar quién sería el próximo sacrificado en el nombre del Dios.
Los soldados españoles y sus cronistas, acampados en Tenochtitlan, tiraron la toalla y hubo alguno que se presentó voluntario a lo que parecía una inofensiva verbena, pues todo sacrificado sabía que iba a ser sustituido antes del sacrificio por algún pobre diablo enamorado de la diosa del maíz o del agua o de las flores. Era una ruleta rusa, pero nadie lo comprendió.
Claro que hubo gente que sacó provecho. Los sacerdotes y la guardia cobraron jugosas sumas a cambio de permitir la sustitución del sacrificado. Era como el juego de la silla y todo aquel que contaba con un miembro viril y unas cuantas semillas de cacao para pagar se presentó a la orgía.
Conclusiones, que cuando llegó el día del sacrificio los sacerdotes no encontraron en la tradición una manera interpretar aquel desparpajo. Si bien el esclavo había sido quien más tiempo permaneció en nómina -no olvidemos que el ritual de sustitución del dios duraba todo un año-, y el jefe de la guardia su sustituto por costumbre, a ninguno de los dos era posible encausarlos. Sin sacrificio humano el mal azotaría todo el imperio azteca el próximo año. Por otra parte, el empeño y mixtura presentado en los últimos veinte días había sido desproporcionado, incluso con la presencia de los españoles. Algo muy poco digno de un dios, menos de Tezcatlipoca.
Aunque los cronistas no detallan el final de la historia, ciertos rumores de la literatura oral azteca apuntan a que el propio Moctezuma resolvió el problema luego de haber sido interpretado como un asunto a tratar por el poder ejecutivo. Como todo buen emperador, cortó por lo sano. Eligió al azar a un desdichado, se hizo el sacrificio y se dispuso que al año siguiente que, de tener algún hijo las diosas, también serían entregados estos al cuchillo de obsidiana del sacerdote. Cosa que no llegó a término, pues, pese a que la de las flores y la del maíz quedaron encinta, la pedrada que mató a Moctezuma y cierta vehemencia de los españoles puso fin a tan antigua tradición.